Comentario
Si el siglo V a. C. no fue, desde luego, un período brillante para el arte etrusco, acaso cabría pensar a priori que el IV no podía ser mejor. Se abre, en efecto, con la toma y saqueo de Veyes por los romanos (396 a. C.). Inmediatamente, sigue la feroz, aunque efímera, invasión de los celtas, que recorre toda la Etruria interna, Tíber abajo, hasta Roma (390-385 a. C.). Más tarde, se desencadena una larga lucha entre Tarquinia y Roma (358-351 a. C.), a la vez que, por el norte, los celtas conquistan las ciudades etruscas del valle del Po, y finalmente, en el 311 a. C., comienza la serie de campañas que, en una generación, acabará definitivamente con la independencia etrusca e instaurará en toda Italia la supremacía romana.
Sin embargo, a pesar de todos los combates y violencias, Etruria vive en el siglo IV a. C. un momento de recuperación. Olvidada ya de aventuras comerciales, se concentra en la repoblación y desarrollo de sus zonas internas y, tras unos manifiestos progresos desde principios del siglo, vive, en los ocho lustros de paz de la segunda mitad, un verdadero renacimiento, donde los renovados contactos con el mundo griego -en particular, con las colonias de la Magna Grecia- se unen a un prestigio cultural reconocido por la propia Roma.
Las primeras décadas del siglo denotan aún pervivencias anacrónicas, sobre todo en las zonas costeras: en Tarquinia, por ejemplo, son bastantes las tumbas pintadas que mantienen un estilo y una iconografía inalterables desde un siglo atrás. Pero las regiones del interior, siguiendo su trayectoria de años anteriores, profundizan en su conocimiento actualizado de la plástica griega: fruto sobresaliente de esta actividad son, por lo menos, tres grandes bronces de calidad indiscutida: la tapadera de urna con un difunto reclinado que se conserva en el museo del Ermitage de Leningrado, el Marte de Todi y la Quimera de Arezzo.
La primera de estas obras, de hacia 400 a. C., es casi el puente necesario entre la mejor plástica del arcaísmo y las nuevas tendencias: sabe aunar las fórmulas de la anatomía clásica del siglo V a. C. con el hieratismo funerario de la tradición y con las tradicionales libertades de los maestros etruscos, capaces de descoyuntar la cintura de un cuerpo para darle dignidad al torso.
El Marte de Todi, por el contrario, acepta con entusiasmo y sin reservas la plástica del clasicismo griego, intentando entender el ritmo oscilante de las obras policléticas y la grandiosidad de las facciones fidíacas. Quizá las soluciones adoptadas no sean las ideales, y la rigidez de la armadura se conjugue mal con unas piernas excesivamente blandas, restándole organicidad al conjunto, pero el intento tuvo su interés, y enriqueció la iconografía de un dios muy poco representado en Grecia.
En cuanto a la Quimera de Arezzo, quizá sea la más famosa de las esculturas etruscas. Ignoramos si formó parte de un grupo con una estatua de Belerofonte montado sobre Pegaso; de cualquier modo, presupone este complemento, puesto que presenta una herida en la garganta de su prótomo de cabra, pero tampoco es un argumento definitivo. Por entonces era ya posible plantearse una obra abierta, que sugiere una presencia exterior sin mostrarla de hecho. Sea como fuere, y aun cabiendo la posibilidad de que esta fiera fuese un mero protector apotropaico, lo cierto es que su excitación por el combate, la cólera que irradian sus facciones, la tensión de sus garras y la ágil curva de su lomo la sitúan entre las mejores esculturas animalísticas de toda la historia del arte. El artista, desconocedor de los verdaderos leones, renunció a copiar modelos escultóricos y, según se ha repetido, acudió al expediente de inspirarse en las fauces de un perro irritado.
Sin embargo, el gran problema que supone el origen de esta estatua sigue aún sin resolverse. Quienes ven en ella -y es lo más común- una magnífica obra etrusca de hacia 360 a. C., aducen como prueba contundente la yuxtaposición de una anatomía realista, nerviosa y fluida, propia del clasicismo tardío, y de unas melenas esquemáticas y rígidas, con mechones idénticos y repetidos: ahí habría que ver el signo del artista etrusco, que anda escaso de modelos nuevos y acude, cuando lo necesita, a sus repetidísimos recuerdos del arcaísmo. Por desgracia, sin embargo, esta yuxtaposición de estilos no es un signo inconfundiblemente etrusco: como es bien sabido -y de nuevo ha venido a confirmarlo el hallazgo del Efebo de Mozia en Sicilia- la plástica griega del sur de Italia ofrece este mismo tipo de soluciones. Sigue por tanto abierto el problema, y en él se juega el arte etrusco una de sus obras maestras.